viernes, 31 de enero de 2014

Como nuevo, e incluso mejor

Hoy fue un día un tanto agitado... tenía tres citas programadas:

  1. Buscar mi cuatro, el lugar pautado: el taller de Humberto Lobo, en Sarría.
  2. Una grabación en la UCAB junto con Laura y Ángel, como colaboración para la tesis de Rogsel Castillo (véase Una tarde inesperadamente musical.).
  3. Un ensayo para un proyecto relacionado con la Compañía Nacional de Circo, en Chacao, con Juan Peres, Ángel, Laura y otros muchachos.

Todo estaba planificado con un muy pequeño márgen de error. Así que fui a buscar el cuatro, como lo acordé con el luthier el día de ayer, a las 10:00 AM, pero cuando llegué al taller, el cuatro no estaba listo: le faltaba el micrófono, el señor Humberto lo había olvidado... he ahí el primer retraso para mi meticuloso plan. Aunque no todo era malo: pude aprender a hacerlo yo mismo. Primero había que abrir el hoyo para instalar el micrófono y ajustar el conector hembra de 6.3 mm, él me entregó el cuatro y me dijo que lo sostuviera en lo que el tomaba el taladro, ajustaba la mecha y, mientras lo conectaba al tomacorriente, me dijo «No vaya a gritar... yo casi nunca dejo que el dueño del instrumento esté aquí cuando hago esto: la otra vez un tipo se puso a gritar como si le estuviese taladrando la mano»; no pude sino reirme. No estuvo nada mal, me dí cuenta de que la madera de mi cuatro tiene un aroma dulce, creo que es cedro (la oscura). Me explicó todo el proceso y me dijo que me animara a hacerlo, así podía ganarme "unos realitos".
Una vez listo, le puse sus cuerdas originales, que había guardado y las llevé ese día, porque no tenía platica para unas nuevas (además, esas habían salido muy buenas). lo afiné mil veces y lo probamos con un amplificador. De verdad quedó muy bien, su sonido acústico era incluso más cálido y redondo que antes.
De ahí salí corriendo para el metro, llamé a Ángel y a Laura... pero ninguno estaba listo. Me compré un pan dulce y fui a casa de Ángel, cuando llegué se estaba bañando y Laura no había vuelto a dar señales de vida; Ángel abrió la puerta y me dejó pasar, luego se fue a terminar de arreglar... Dio mil vueltas, mientras tanto yo le enviaba algunas fotos del cuatro a mi papá. Lo cierto es que tuvimos que cancelar nuestro encuentro con Rogsel, porque se nos pasó la hora... con mucha pena nos comprometimos a enviarle luego las canciones que necesitaba.
Pasadas las 2:00 PM, estábamos en una mesita del Boulevard de Sabana Grande, Ángel, Evelyn, Laura y yo, con un litro y medio de agua y un pasticho, almorzando antes de irnos a ensayar en Chacao.
El ensayo se retrasó bastante, y debo decir que eso me molestó mucho. Aún así fue bueno... hay que ver en qué queda eso.
¡Ah, ya escogí un nombre para el cuatro!, es "Kobe Waráne", que en warao (dialecto de una tribu indígena venezolana), significa "Corazón Hablando/Hablante". Es un nombre poco común y quizá excéntrico... pero va muy bien con él y su sonido cálido.
Si alguna vez necesitan un luthier aquí en Caracas, les recomiendo a Humberto Lobo.
Hasta luego, amigos. Abrazos a todos, besos a quien corresponda.




jueves, 23 de enero de 2014

El taller de Humberto Lobo

Hoy en la tarde José Luis Valero me llevó al taller del luthier Humberto Lobo, y me acompañaron Ángel, Evelyn, Laura y Mishelle López -una amiga que estudia educación inicial en nuestra universidad-. Fuimos a la calle San Fidel de Sarría, hasta una casa vieja, con un anuncio oxidado sobre la entrada de un estacionamiento, que decía "Fábrica de arpas Sono Lobo". En la entrada de la casa, José Luis llamó asomándose a través de la reja azul y nos recibió un perro desaliñado, de color claro, entre ladridos y jadeos y más atrás sonó una voz que gritaba «¡Danger, quédate quieto!, en lo que el hombre abrió la puerta, Danger salió corriendo a ladrarle a algo o alguien unos metros más allá. Adentro, el aroma a barniz y madera estaba en todos lados, habían cuadros en las paredes, un piano viejo y bastante destartalado al lado de la puerta -algún paciente, seguro-, el cadáver de alguno que otro instrumento yacía sobre una silla, una mesita, una caja, o algún montón de goma espuma: guitarras y cuatros con daños mucho mayores que el mío, y yo me preguntaba cómo rayos los habrían roto de tales formas; también había una docena de arpas terminadas, espectaculares, listas para la venta; Valero preguntó por el señor Humberto, me pidió mi cuatro y fue a mostrárselo atrás en el taller.
Mientras ellos dos hablaban allá atrás, lejos de mi vista y mi oído, yo me sentía como si esperara afuera de una sala de emergencias; Ángel y yo dábamos vueltas en círculos -yo, preguntándome si tendría arreglo, y él convenciéndome de que sí-. Las tres chicas trataban de jugar con Danger, que había vuelto a entrar en algún momento, así que decidí sentarme y hacer lo mismo; entonces salieron Valero y el luthier: un señor mayor, con un traje azul como el que usan los mecánicos, lleno de barniz y aserrín, de cara amable -es merideño-. Nos presentamos y comenzamos a hablar del cuatro: me dijo que tenía arreglo, que no era tan grave y, como para convencerme de la calidad de su trabajo, me mostró un cuatro restaurado que sonaba muy bien... también me dio a tocar uno hecho por él. Ambos tenían micrófonos instalados, así que le pregunté sobre el tema; me explicó que se los instalaba a casi todos los instrumentos que pasaban por su taller y a los que él mismo fabricaba, me hizo notar que las arpas que estaban allí en la sala también los tenían. José Luis le pidió al luthier que me tratara como lo haría con él y se fue.
Lobo me invitó a pasar al taller, donde me mostró cantidad de instrumentos que estaba reparando, luego me enseñó un cuatro de concierto hecho de palo santo... cada vez me gustaba más el trabajo de este señor, de hecho, le pregunté si podía enseñarme luthería, me dijo que sí.
Durante el tiempo que estuve ahí, sólo pensaba en cuánto costaría la reparación, pero me parecía descortés interrumpir la conversación -bastante amena, debo decir- en la que habíamos caído, pero cuando por fin hablamos de eso, me sorprendí por el precio: me cobraría Bs. 400 (para los que no son de Venezuela: hoy día eso equivale a lo que uno se puede gastar en una pizza tamaño familiar)... le pelé los ojos a Ángel, por lo barato que me parecía, intentamos disimular nuestra alegría, y aproveché para preguntar cuánto costaría ponerle el micrófono, él respondió: «Ehm... Setecientos». «Osea, que serían mil cien...» dije para confirmar, pero él me aclaró que no, que eran Bs. 700 por todo, ¡era magnífico! de modo que pedí que lo incluyera en el recibo, anotó su número de teléfono y me dijo que lo llamara la semana siguiente.
Luego de despedirnos y después de un último agradecimiento al señor Humberto, salimos de ahí. Yo tenía una sensación de alivio y alegría que, sabía, mis amigos compartían.Al llegar al metro, "calabaza" (cada quien para su casa).
Hasta pronto, amigos míos. Espero tener mi cuatro listo para la próxima vez que les escriba. Abrazos para todos y besos a quien corresponda.

Abraham Medina

miércoles, 22 de enero de 2014

Astillas

Ayer, llegando a mi casa, pasó algo horrible... Partí el cuatro... Sí, lo partí. Cuando iba llegando a mi casa en la noche, iba a bajar del autobús y el chofer arrancó antes de que yo pusiera el pie en el piso. Como llevaba el forro del cuatro en la mano y no en la espalda, al intentar mantener el equilibro terminé golpeándolo de lleno contra el autobús y luego lo dejé caer al suelo. Asustado, lo tomé del piso y me senté en unos escalones que están en la acera, lo saqué del estuche y sentí un gran vacío en el estómago: estaba astillada la caja, rajada por la cara posterior, por los lados y el mástil estaba separado de la cara frontal de la caja. Un señor que escuchó el golpe y, posiblemente, algún insulto de mi parte hacia el conductor, se acercó a mí y me preguntó si estaba bien... Entre mi rabia y mi negación a la realidad, preferí no hablar y me limité a mostrarle el cuatro, el hombre hizo una mueca de dolor y me dijo «¡Ay, hermanito, yo soy músico! ¡Qué dolor!». De algún modo me hizo sentir bien saber que él me entendía, así que me paré le dí las gracias por preocuparse y, antes de irme, me quejé un poco de lo caro que podría salirme la reparación -si es que era reparable-.
Caminé tres cuadras hasta mi casa mientras llamaba a mi amigo Ángel Míguez, de la universidad; él estaba estudiando con José Luis Valero, un Señor Músico que estudia también en la universidad, a quien se lo comentó. Me dijo que me calmara y lo llevara al día siguiente a la universidad que allá podríamos resolver. Al llegar a mi casa saqué el cuatro del estuche, le quité las cuerdas para que no siguiera quebrándose la madera por la tensión y lo puse sobre la cama para tomarle algunas fotos y mandárselas a Ángel.

Podrán entender que dudaba que fuera buena idea llamar a mi papá para contarle, así que pasó un buen rato antes de que me decidiera a hacerlo. Cuando lo llamé y empecé a contarle, comencé a llorar como un un niño, especialmente porque dudaba que fuera reparable. Él me dijo que no me preocupara, que averiguara por mi cuenta qué se podía hacer: si aquí había algún luthier que lo reparara y cuánto costaría; en última instancia él se comunicaría con Timaure, el fabricante. Dijo que me ayudaría en la medida de lo posible para pagar la reparación y que, si no era reparable, veríamos cómo se podía hacer para comprar otro.

Hoy, cuando fui a la universidad, todos mis amigos sabían ya lo que había pasado y me daban el pésame como si de un familiar se tratara. En el Siso estudia alguno que otro luthier, y eran mi primera opción, pero José Luis me recomendó a uno que tiene años dedicado a la fabricación de instrumentos típicos venezolanos, especialmente de arpas; su nombre es Humberto Lobo, lo iremos a ver mañana, jueves, así que esta tarde dejé el cuatro en la universidad, en la oficina de la Federación y salí de ahí sintiéndome desnudo.

Luego les cuento cómo resulta todo. Abrazos a todos, besos a quien corresponda.

Abraham Medina

jueves, 9 de enero de 2014

Una tarde inesperadamente musical

Hoy fui a la universidad sólo para comer y tocar un poco con los muchachos: Laura, Rafael y Ángel. Cuando llegué a la universidad, poco antes del mediodía, ninguno de los tres estaba y, por más que intentaba, no lograba comunicarme con ninguno de ellos. Mientras almorzaba en el comedor, Ángel me llamó desde el teléfono de su novia, Evelyn; me dijo que estaba en Los Palos Grandes haciendo un casting, y que no iría a la universidad. Como yo no tenía más planes para la tarde, le pedí la dirección para ir y encontrarme con él, con la intención de hacer música en lo que terminara el casting.
Unos 45 minutos después estaba bajo el sol, frente a la puerta marrón de una quinta, llamando a Ángel para que me abrieran la puerta; me dijo que entrara por el portón del estacionamiento, que estaba abierto, y que pasara hasta el fondo. Me recibieron él y Juan Peres -un amigo suyo que conocí el mes pasado-, con par de abrazos, luego vi a Evelyn -saludo venezolano, abrazo y beso-. El lugar era una especie de garaje cerrado, de techo alto, con una zona de paredes y piso blancos, con reflectores, una cámara en un trípode, adecuado para castings y sesiones de fotos; había una señora sentada frente a un escritorio, a quien Ángel le dijo: «Él es el cantante del que les hablé». No sabía aún qué pasaba cuando ya estaban anotando mis datos con marcador azul en una hoja tamaño carta, luego me pararon frente a la cámara y me pidieron que respondiera unas preguntas. De no haber sabido de antemano que ahí estaban haciendo un casting me habría sentido bastante desconfiado: me pidieron que dijera quién era y a qué me dedicaba, mientras el fotógrafo me grababa, después me tomaron algunas fotos de frente, de perfil, con las manos arriba, con las manos a la altura de la cara; me recordó a las fotos que le toman a los presos antes de encerrarlos. Me preguntaron qué iba a hacer y si necesitaba una silla, supuse que la respuesta adecuada era «tocar», ya iba agarrando el hilo de lo que pasaba, y acepté la silla, busqué mi cuatro donde lo había puesto y regresé al centro, a sentarme en la silla que ahora me esperaba. A la voz de «cuando desees» presenté el merengue venezolano Presagio, de Gualberto Ibarreto y toqué. Aparentemente les gustó, aunque sé que la selección no dependía de esas personas.
Ángel y Juan nos ofrecieron para tocar una canción, como regalo para esas personas que estaban ahí (la señora que me tomó los datos, la chica que me hizo las preguntas y el fotógrafo). Nos sentamos frente a la cámara, Ángel con la guitarra, yo con el cuatro y Juan sobre el cajón flamenco; ante mi cara de perdido, Ángel me dijo los acordes de lo que íbamos a tocar y yo me limité a verlo y seguirlo. Lo disfruté mucho, pero no tengo ni idea de qué canción tocamos.
Ángel y Evelyn en la plaza de Los Palos Grandes.
Salimos de allí con la plaza de Los Palos Grandes como destino. La plaza es un lugar bastante bonito, con piso de lozas oscuras, toldos de telas tensadas y una bella fuente. Pasamos un buen rato tocando allí; Evelyn, que es estudiante de danza contemporánea y una muy buena acróbata, hacía sus maromas con Ángel de vez en cuando. Allí en la plaza se nos acercó una chica que quería hacernos una entrevista para su tesis de la universidad, que trata sobre sociología de tribus urbanas y las redes sociales; su nombre es Rogsel Castillo, y está por graduarse de la UCAB (Su twitter es @Rogsel, para quien guste seguirla). No hablaré de la entrevista, ella publicará los vídeos de la tesis al terminar; a mí me interesa mucho el tema (La sociología es un tema que me apasiona en verdad) y me siento bastante feliz de participar y de colaborar con ella. Espero en verdad que tenga éxito.
Una de las mejores cosas de hacer música, y arte en general, en lugares públicos es que conectas con la gente que pasa por ahí de una u otra manera, la mayoría de los adultos pasará frente a ti sin prestarte mucha atención, pero no así los niños: ellos son mágicos, buscan la música y casi siempre quieren interactuar contigo; nosotros los dejamos, porque si podemos hacer que la gente viva la música, entonces estaremos haciendo al mundo un poco más amable de lo que es, y la mejor manera es dejando que los niños se acerquen, porque ellos también acercarán a sus padres. Esa es una de las razones por la que estudio Educación Musical.
Si alguno de ustedes, amigos, sabe hacer algo que ama, les recomiendo que busquen la manera de compartirlo con su entorno eventualmente. Si no hacen algo que aman, búsquenlo... así su vida será más agradable.
Cuídense, hasta la próxima entrada; abrazos para todos y besos para quien corresponda.

martes, 7 de enero de 2014

Un cuatro en Navidad

Hola, de nuevo. Les mencionaba en la primera entrada del blog que había comenzado recientemente a estudiar cuatro venezolano, y es que en mi universidad hay una materia obligatoria llamada cuatro funcional; era de esperarse, ¿no?. Es que no imagino un profesor de música venezolano que no sepa tocar el cuatro, que es el instrumento musical más representativo de nuestro folklore. Muy bien, este semestre, por razones que en otra oportunidad mencionaré (aunque cualquier estudiante universitario de Venezuela ha de conocer bien), mi segundo semestre ha sido irregular en todo sentido: comenzando por un inicio en una fecha distinta a la debida, hasta pasar por el hecho de que es un semestre de cuatro meses -¿Qué loco, no?. Todo esto ha hecho que el contenido programático de las materias haya tenido que ser condensado... muy condensado. Esta materia corresponde a este semestre (que acaba de culminar este viernes, por cierto). Aún así, no es ésta la primera vez que recibo clases de cuatro: en tercer grado de primaria, intentaron enseñarme en la clase de música del colegio... y yo intenté aprender, por supuesto. Pero, lo cierto es que lo único que me quedó de aquella vez fue el instrumento, regalo de mi madre, y que, en su estuche, terminó llevando polvo durante casi 15 años y siendo un compañero de mudanzas que llevaba yo en el hombro en aquellas oportunidades para evitar que se rompiera. No lo sabía tocar, no buscaba el tiempo para aprender... pero, indudablemente, le tenía cariño.  Este cuatro del que les hablo es bastante sencillo, aunque de un conocido fabricante de cuatros: Ángel Camacaro.
Un viernes de noviembre, bajé al teléfono una app que funciona como afinador, comencé a averiguar por mi parte lo que podía sobre la teoría de construcción de acordes, compré cuerdas nuevas y comencé a sacar canciones por oído; durante los primeros dos días saqué un aguinaldo de Simón Díaz, El Niño Jesús Llanero (pues se acercaba navidad) y al final de la primera semana ya había sacado Moliendo Café, de Hugo Blanco, canción que siempre me ha gustado, y Como Llora Una Estrella, vals venezolano con música de Antonio Carrillo; esta última para cantársela a mi abuela que cumplía años esa semana. El viernes siguiente, emocionado con mis avances, me grabé en video tocando Moliendo Café y lo envié a varias personas por WhatsApp, empezando por mi papá, que no me había escuchado (no vivo con él). Se emocionó bastante: sin saberlo toqué su canción venezolana favorita.
Una vez que agarré el cuatro, no lo solté más: practicaba todos los días... así que, cuando llegó navidad ya yo tenía mi pequeña parranda armada, un montón de aguinaldos a cuatro y voz. Y me fui a pasar la semana del 25 con mi papá en unas villas de Sotillo, piscina incluída, mi cuatro a cuestas... Allá animamos la fiesta con aguinaldos...
Al repartir los regalos me sorprendieron, pues yo no esperaba recibir nada porque mi regalo -una batería para la laptop-, había sido comprado por Amazon y llegará aquí sabe Dios cuándo. ¡Un cuatro de concierto, me regalaron un cuatro de concierto! 15 trastes, caja delgada, madera lacada, un sonido amplio y redondo, espectacular, obra de los Timaure: una familia de reconocidos constructores de cuatros. Ahora era mi turno de emocionarme... y emocionarme en verdad. En seguida toqué una canción para la familia, y acto seguido tomé una foto de baja calidad con mi celular al cuatro y la envié a mi mamá y cuanto amigo músico tengo en WhatsApp.
De regreso a Caracas, al final de la semana, pasamos por Playa Los Totumos, en Higuerote... Debo decir que todo el tiempo que estuvimos ahí lo único que hice, además de un paseo en lancha de 15 minutos,
fue tocar.
Una foto con mi hermanito, que no se quería quitar los lentes de agua.
Amo mi regalo, dicen que debo ponerle nombre... aún no sé cuál. Definitivamente el mejor regalo que le pueden hacer a un músico es un buen instrumento.


Hasta luego, amigos. Abrazos para todos, besos a quien corresponda.

Abraham Medina